Vidrios





¿Quién era el escritor que decía que cada existencia se reducía a un miserable montoncito de secretos? 

Golpeate el Corazón - Amelie Nothomb





Después de una hora de camino a la universidad en donde das clases de psicología, solo un sonido es capaz de desprenderte del marasmo en el que llevas hundida. Es un estallido en la ventana del copiloto, seguida de la mano de un hombre sin rostro arrebatando tu bolsa y los cientos de cristales que volvieron tu auto una bola disco esa mañana. 

Algunos conductores se bajan de su auto, aprovechando que Conscripto es un estacionamiento a esa hora del día y te preguntan algo que sonó a ruso, pero que puede tener que ver con tu estado. ¿Cómo estás? Genuinamente no sabes, deberías saberlo por qué llevas anticipando este momento toda tu vida. No el robo, lo otro. Y no se te ocurre que hacer porque es el 2002 y no existe el Whatsapp y aun así no tendrías celular si también te lo hubieran robado.

Así que enciendes tu coche, das media vuelta donde puedes y manejas a tu casa con el ruido de la ciudad a todo volumen como copiloto y chivo expiatorio de toda tu concentración. 


Cinco días antes habías ido a ver a la señora de los calzones por tercera vez. 


La primera fue meses antes de que yo, tu primera hija, se fuera a vivir a Japón. Excepto que no me fui a vivir tanto como me fui a pasear las maletas por tres meses. 


Ninguna de nosotras sabía nada de esto. Seis meses antes, yo tenía veinte años, estaba en mi primer semestre en la universidad y asistía a castings cuyos temas oscilaban entre anuncios para laxantes y pasarelas. Mi hermana tenía quince años y finalmente había encontrado un grupo de amigos en la escuela fufurufa en la que nunca había terminado de encajar. Por insistencia de mi manager, yo tomaba clases de modelaje con otra amiga que en la posteridad sería conocida como “la fea” y la hija de Eugenio Derbez. Tú habías terminado la carrera de psicología a tus cuarenta años, después de cursar la secundaria y prepa abierta en un intento de ponerte al corriente con la vida. Ese verano me encontraste llorando en el teléfono y medianamente intoxicada con medicinas de prescripción, una vez de tantas que mi novio había terminado conmigo, y en respuesta a mi seria intención de morirme de tristeza, mi hermana tuvo que señalizarte un dale-un-abrazo. La noche que descubrí que mi novio me había engañado con cinco personas diferentes, fue el mismo día que vimos como se desplomaron las Torres Gemelas. Las tres vimos Requiem for a Dream y Dance in the Dark, y aun en medio de todo ese drama o quizás por eso mismo, quisimos saber más. ¿Qué iba a pasar?


Así fue que las tres terminamos en tu Neon blanco, en una expedición a consultar al nuevo oráculo que te habían recomendado: una señora que solo pedía unos calzones para adivinar el futuro. Esa visita te confirmó lo que ya sabías pero querías reafirmar: que tu esposo estaba enganchadísimo con su familia. No nosotras, sino la que consistía en sus tres hermanas malvadas, salidas de un cuento de Christian Andersen y que te habían hecho la vida imposible hace ya un millón de años atrás.

Lo que no supiste es que la primera vez le dijeron a tu hija mayor, cuya autoestima estaba tan famélica como ella, que se iba a ir lejos, que las cosas iban a cambiar radicalmente, que la esperaba el gran amor de un muchacho de ojos azules como el del mantel de plástico en donde uno ponía su ropa interior para que la vidente lo interpretara.


  • Vas a enamorarlo con tu voz - dijo la señora sin saber que un día, mientras cantaba This Masquerade de los Carpenters porque me recordaba a ti, Guillaume se iba a enamorar de una mexicana con predilección por el rock suave de contenido.


La segunda vez que fuimos fue un poco antes de irme. No sospechaste cuando lo propuse. Pensaste, es lógico, quiere saber qué va a pasar en Tokio. Subimos a tu Neon blanco y nos embarcamos tú, yo y mi hermana otra vez al pueblo en Villa de las Flores. No querías saber nada en especial esta vez, pero siempre estabas abierta a alguna sorpresa. Por cien pesos, costaba más la dignidad de sacar de la ropa sucia la prenda más decente de nuestra ropa interior y mostrarsela a una extraña. La señora te invitaba a su casa mientras los otros esperaban afuera, te hacía sentar en una de sus dos únicas sillas y ponía los calzones en la mesita. Con sus uñas largas dibujaba círculos alrededor y una vez dictado el veredicto, nos hacía pararnos en el suelo de tierra. Nos rodeaba con un alcohol que después prendía mientras recitaba un remix de rezos católicos y freestyle pagano.

 

La señora de los calzones te dijo que tu hija, la quinceañera, empezaba a tener un problema de drogas. Para probarlo, te dio detalles de lugares a los que supuestamente había ido recientemente, nombres de sus amigas alcahuetas y hasta la ubicación de los raves clandestinos a los que había ido se había ido a drogar. No se si uso la palabra raves, pero te fue suficiente para castigarla y tenerla en la mira durante mi ausencia.


¿Ahora ves porque volvimos? Su credibilidad, después de estar validada por la aleatoria sucesión de eventos que fue nuestra vida después de esas visitas, era la excusa perfecta.

Use la palabra excusa, si. Porque días antes del robo, tus hijas estábamos sentadas en el patio como todas las tardes, aprovechando tu ausencia para fumar cigarros y platicar de todo. 


Como la vez que le conté que me había enterado que mi novio me ponía el cuerno con su prima. O cuando mi hermana me contó que empezó a fumar mota. Yo nunca fui muy fan, pero en esa época lo veía como una debilidad social. Yo le había introducido el concepto de los raves, pero mi experiencia era la de seguir a mis amigos y desvelarme escuchando música electrónica que jamás me gustó. Ella, en cambio, encontró a su tribu y decidió que los siguientes años de su vida se dedicaría a seguir el ritmo literal de su tambor. Yo no sabía exactamente cuánto tiempo me iría lejos. Se acercaba mi partida a Japón, se habló de Malasia y Singapur después. Milan, quizá? 


Yo le acaba de regalar una chamarra beige, misma que después encontraría manchada de sangre en el fondo de su closet. 


Una de las veces que salimos a fumar me contó que había perdido su virginidad. Mi corazón se tambaleó cuando lo supe, pero algo en mi se rompió para siempre cuando supe que ella había dicho que no.


Días después, tratando de lavar su chamarra a mano, me cayó el veinte que yo no podría cuidarla siempre.  


Cuando regresé de Japón y reanudamos nuestra rutina, las dos parecíamos cuidar más nuestras palabras, como si al contarlas  pudieramos cambiar algo de lo que pasó.


Esta era la época en que los papás, generalmente los papás, le prestaban la compu del trabajo a sus hijos para hacer la tarea. Y tu hija menor, sin afán de husmear, abrió por error el mail de su papá, en lugar del buscador que me imagino era Yahoo. En lugar de encontrar una sosa biografía de alguien muerto encontró la biografía de una salvadoreña, viva y que presumía conocer a tu esposo. No solo ella, su hijo también. Y le pedían dinero. Dinero que era escaso en esa época para nosotras y que era administrado con la sobriedad y vigilancia de un buró sovietico.


Mi hermana no supo qué hacer. Tú y ella, quienes siempre se percibieron como polos opuestos y sus peleas consisten a la fecha en señalar sus diferencias cuando todos sabemos como cuando uno ve una comedia absurda, están cortadas con la misma tijera.



Me confesó el asunto de los mails mientras fumábamos, con la seria intención de pasarme la maldición al más puro estilo Ringu. Evidentemente no te lo dije y en vez de eso te invite a ver a la señora de los calzones.


Nos embarcamos tú, yo y mi hermana en tu Neon blanco una última vez juntas e hice lo mismo que la segunda vez. Insistí en pasar primero, me abrí paso entre ustedes que solo sospechaban en mí una fuerte curiosidad por las premoniciones.


Y exatcamente como la segunda vez, la señora comenzó con algo parecido a alguien-te-tiene-envidia o hay-un-hombre-alto-y-moreno. 


  • No no no, esto es lo que va a pasar. Va a venir mi mamá y le va a decir exactamente esto.


Fue así que esa señora cuyo nombre hemos olvidado, misma que vivía en una casucha y se ganaba la vida viendo ropa interior ajena y adivinando el futuro, aprendió a usar la palabra rave. También fue así como supiste los detalles de una mujer en El Salvador que trataba de persuadir a mi papá de mantenerlos a ella y a un hijo que al final, no era de él, pero que igual nos jodió la vida.


Y qué culpa tiene la criatura? Probablemente ninguna, y por eso saliste pálida de tu consulta. A nosotros no nos dijiste nada. A él, tu esposo que había estado ausente la mitad de su matrimonio por viajes de trabajo, le dijiste lo que sabías, pero no lo que sentías.

La pelea empezó en la sala mientras mi hermana y yo tratábamos de no escuchar arriba en nuestros cuartos. Después de varios gritos tomaron consciencia de la seriedad del tema y se encerraron en tu estudio. Mi hermana y yo no pudimos escuchar nada, hasta que mi papá subió a mi cuarto. Era medianoche, era un jueves y al otro día había escuela, pero no dudó en decirme que necesitábamos llevarte al doctor porque estabas teniendo un ataque de nervios.


Y lo vi, el hombre cuya maleta había vaciado y lavado cada viernes cuando llegaba de un viaje nacional. El ramo de rosas cuando me bajó la primera vez. El hombre que me recogió de mi primer borrachera, que interrumpió mi primer beso y que me rentó Jackie Brown en mi primer cruda y subsecuente corazón partido. Sus postales de Finlandia cuando eramos niñas. El mismo que me confesó que su única experiencia con las drogas fue borreguerase en el concierto de los Dug Dugs hace mil años, cuando recogía a mis amigas fumigadas y las llevaban a sus casas. La fuerza de sus brazos al cargarnos a mi hermana y a mi al entrar al mar de niñas. El tipo que dejó ir a su hija a modelar al otro lado del mundo y que le llamaba cada domingo. Su gusto por Dire Straits. Sus historias en la universidad cuando pertenecía a los rosacruces. Su teoría sobre cómo vivir la vida: siempre va a haber picos, sabes? De felicidad y tristeza. Lo mejor es permanecer en el centro y tratar de evitar esos picos. 


Baje a ver como estabas y apenas y podías respirar. No recuerdo exactamente que dije pero seguro sono a COMOTEATREVESSABESLOQUENOSHACOSTADOVIVIRASIYENCIMAVASAMANTENERAUNAFULANAMIENTRASYOMEVOYATRABAJARLEJOSPARAPAGARLACOLEGIATURA.

Algo así. Al día siguiente en la escuela busque a Ray, un tipo que pensaba que mi carrera de modelaje era más glamurosa de lo que era en realidad y le acepté una invitación para irme a pasar el fin de semana a Querétaro.

De ese viaje recuerdo pobres decisiones al empacar mi ropa, mi silencio que seguro fue interpretado por sus amigos como mamonez. Recuerdo una noche en la que tomé lo suficiente como para hacer sentir incómodos a todos los presentes y un viaje de regreso que me provocó gastritis crónica de por vida.


Creí que iba a regresar a una película en la que Meryl Streep te interpretaría y hablaría por todas cuando le dijera a mi papá lo inexcusable de su conducta. Lo sacaríamos de nuestras vidas. A tí te costaría trabajo recuperarte, pero lo harías eventualmente con la ayuda de tu trabajo y de tus dos hijas. Mi papá cortaría relaciones diplomáticas con El Salvador y todos aceptaríamos finalmente que todos sus oriundos son criminales y embusteros. Pasaríamos tardes platicando de nuestros errores y llevaríamos una vida cordial hasta el día de nuestras bodas, en la que ustedes dos serían buenos amigos y se tomarían una copa recordando los buenos tiempos.


Nada de eso pasó. Cuando regresé seguías pálida y no hablabas. De hecho nadie hablaba mucho, así que hice lo mismo y sin nadie preguntándome donde había estado, me dormí sin explicar dónde me había metido el fin de semana. 


Al día siguiente, alguien te asaltaría de camino a la escuela, mientras te repetías el discurso que sabías de memoria. Ese a que le habías echado a todo aquel que te conocía. 


  • Una infidelidad es una ruptura en un cristal que nunca más será el mismo, y yo no puedo vivir con eso. 


Un dogma, ahora quebrado. Y ahora, estacionada enfrente de tu casa con un cristal roto en mil pedazos acompañándote, te preguntas sobre las ironías de la vida, sobre la integridad. Sobre los peligros de basar toda la identidad de uno en opiniones. Sobre la probabilidad, sobre los otros viajes y los otros países llenos de mujeres que no se deciden a destrozar la vida de otras personas. Sobre lo que haría Meryl Streep si te interpretara y cómo sería esa película si tan solo te atrevieras a bajar de tu coche. 


Tu esposo sale de la casa y te ayuda a bajar y juntos van al Ministerio Público pero dejas que él hable. Al regresar, estoy yo, tratando de descifrar una hoja garabateada con un resumen inquietante sobre lo que te pasó. Mi hermana llega de la escuela y todos tratamos de romper el silencio con picahielos sin éxito. Entonces suena el teléfono y una voz dice que encontró tu credencial de elector, junto con otras identificaciones en un microbús.  Te las quiere devolver y pasará a nuestra casa si así lo queremos. 


Y tú, a tus cuarenta años, con el peso de tus decisiones, te pones a hacer la comida. Todos te seguimos a la cocina. Es la mejor lección que puedes dar, esta única vez en silencio. Todos tenemos derecho a cambiar de opinión.