Cielo Rojo






* esta foto fue tomada 15 años antes de lo que habría de detonar esta historia en Angangueo, Michoacán.

 

 

 

El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. 

Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo; Sonreías. 

Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: “Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él”.

Pensé: “No regresará jamás; no volverá nunca”.

Pedro Páramo - Juan Rulfo

 

 

 

  

 

 

 

 

1.

- Y tú, ¿quieres tener hijos?

Maclovia me pregunta esto clavando sus ojos vidriosos pero incisivos en los míos. Tiene 92 años y en dos meses habrá muerto, pero ninguna de las dos lo sabe aún. Pienso en qué responder, sabiendo que en el pasado cualquier respuesta ha sido rebatida con los argumentos te-vas-a-quedar-sola o ten-un-hijo-ahora-que-puedes o quién-te-va-a-cuidar-cuando-seas-vieja. Delante de nosotros: mi mamá, su séptima hija y el resto de mis tíos que quedan vivos, están corriendo para servirle lo que ella quiera. Tacos de carne asada, poquito aguacate, bastante limón, la salsa es un tema aparte porque va a ser analizada con el rigor de un catador de vinos francés. Yo soy su novena nieta, e incluso con esa improbabilidad, me hace sentir especial.

Me toma la mano mientras pienso mi respuesta. Su mano, como siempre, está tibia y seca. Es una mano perfecta para tomar por mucho tiempo. ¿No es esto siempre cierto con las abuelas?

 

- No. No quiero tener hijos.

 

Digo esto mientras pienso en las veces que pensé que embarazarme era el paso lógico en mis relaciones, cuando mis novios no quisieron ni siquiera entretener la idea. Pienso en mis amigas que tienen hijos y su deseo casi profético de ser madres. Usan esa palabra. Madre. Cuando seas madre. Ahora que soy madre. Ser madre.

Se me revuelve el estómago al escuchar esto, en gran parte porque suena ridículamente victoriano. Y sobre todo pienso que jamás quise ser eso. Madre.

 

- Que bueno, solo te joden la vida.

 

Lo dice así, viendo fríamente a sus hijos a lo lejos preparando su comida.

 

Yo la conozco poco, por historias que cambian cada año, pero la conozco a mi manera y su elección de la palabra joden sobre chingan me hace sospechar. ¿Quién le dijo esta palabra? ¿Quién le ordenó decírnosla ahora? Su personalidad es encantadora, a veces rayando en la sociopatía. 

Maclovia es muy vieja y ha pasado por mucho para encajar en solo una definición. Su historia debería incluso ser revisitada por editores de ficción dados los elementos tan fantásticos que asegura haber vivido.  Al final, la gente hace lo que puede con lo que tiene. Eso incluye su pasado y la historia que se cuentan a sí mismas. Eso, también, debería estar en nuestras lápidas, si es que alcanzamos a tenerlas.

 

Últimamente cuando ella y yo estamos a solas, durante los últimos diez años quizá, Maclovia vuelve al momento de su boda. Sus recuerdos giran en torno a la iglesia. Estaba cubierta de flores. Nardos y otras flores blancas cuyo nombre no recuerda por más que quiera. Solo recuerda el olor de una pequeña iglesia en Angangueo, Michoacán; cubierta de flores destinadas a los muertos y que huelen a mujer y a un destino agridulce inundando la boda de una niña de dieciocho años.

 

A sus 7 años, sus padres lo habían perdido todo en la Revolución. No está claro si eran hacendados ricos beneficiándose de los pobres o sólo desafortunados propietarios despojados de sus tierras. El mundo cambió mucho para los iletrados padres de Maclovia. Entonces y en poco tiempo, entre 1930 y algo, se encontraron en la miseria después de haber tenido sirvientes a cargo de las más simples tareas, como vestir a los niños o mantenerlos libres de piojos.

Mi abuela, sin ser un hombre o si quiera la mayor de los 10 hijos, vio una oportunidad para asumir el control que le requería su personalidad. Rápidamente, le consiguió ropa digna a todos los miembros de la familia, se deshizo de los piojos de sus hermanos, les aseguró una casita a sus padres y se volvió, en poco tiempo, la abeja reina de su panal. Dejó crecer su cabello hasta las rodillas, se fajó la cintura como una avispa y se aseguró de cantar y silbar a donde quiera que iba. Y no como un método de apareamiento. No. Lo suyo era establecer dominio sobre su territorio.  Como Beyoncé.

 

Claramente, su popularidad se esparció como pólvora en el pueblo durante su adolescencia. Maclovia pronto aprendió sobre su poder sobre la gente. Su arma era de doble filo, generosa y amable con quién se pusiera enfrente; mortal y cruel con quien no consideraba necesario. Maclovia nació bajo el signo de Escorpión, algo que le tendría que elaborar yo miles de años después; pero que explicaba su encanto intrínseco ligado a su letalidad.

 

Tenía pretendientes de todo tipo, pero sus preferidos eran los españoles que vivían en el entonces pueblo minero de Angangueo, Michoacán. Las historias hablan de uno de ellos, guapo y rubio, que trató de tomar su mano en un paseo por el monte.

Hay que considerar que Angangueo, siendo uno de los pueblos más importantes en minería en esa época, contaba con un paisaje bellísimo envuelto en bosques y mariposas, pero también con peligrosas barrancas y canteras.

En esa caminata en particular, Maclovia sintió la mano del español rozar la suya. Contra toda expectativa, ella no sólo le quitó la mano. En un arrebato atribuido a su maja personalidad, lo empujó al barranco como castigo a su atrevimiento. No era personal. Era un ave estableciendo dominancia.

Todo mundo, al ver esta escena, decidió en ese momento que Maclovia estaba en todo su derecho de empujar a quien no fuera de su agrado por un barranco, porque así de ambiguos eran los estándares de civilidad entonces.

 

Para ese entonces, el papá de Maclovia se había convertido en un fanático religioso. Aún analfabeta, sostenía reuniones en un establo cada semana dónde interpretaba lo que él aseguraba eran fragmentos de la Biblia.

Es necesario, en este punto, aclarar que aunque el papá de Maclovia tenía las mejores intenciones de predicar la palabra de Dios, no sabia leer. Por ende, no sabía leer palabras. Mucho menos las de la Biblia.

Por supuesto, en esta época, estas nimiedades eran irrelevantes. Todo lo que necesitaba un hombre -y específicamente un hombre- era una voz mandona y una creatividad incipiente.

A mitad de los años 30s, el papá de Maclovia logró predecir en sus discursos la llegada del hombre a la luna, el uso femenino del bikini y la liberación femenina. Dichas interpretaciones eran transmitidas en un establo pequeño cada domingo. La gente del pueblo, hambrienta de actividades extracurriculares, reaccionaron con entusiasmo y desmayos masivos a estos shows impromptu, que fueron eventualmente interpretados como un acto de fe. Entre estos incautos seguidores estaba el minero y borracho local, Juan Álvarez.

 

Maclovia, mientras tanto, tenía su propio plan cuál agente de Sotheby's. La premisa: ser por siempre codiciada y jamás poseída.

Un domingo apareció en medio de la plaza, con su falda negra y su blusa blanca.  Se quedó en el centro de la plaza, quieta como esperando algo. Nadie supo qué pasó, ni por qué soltó su cabello así, pero todo mundo se calló mientras la trenza se desenlazaba a medio día y en medio de la plaza, a pesar de la pacífica misa que se llevaba a cabo en la Iglesia a sólo unos metros de ella. Su cabello, grueso y negro y brillante rozó sus rodillas y entre la gente alcanzó a ver muchas sonrisas, excepto la de Juan Álvarez, quién regresando de la mina prometió en ese momento, casarse con ella. Cabe destacar que Juan estaba borracho a las doce del día. Este tipo de epifanías eran y siguen siendo algo normal entre la gente que sigue la fiesta hasta el día siguiente.

 

Nadie supo exactamente que estaba esperando Maclovia ese día, o si era solo un despliegue de poder aleatorio. Los que especularon que lo hizo por un hombre, supieron que ese hombre jamás apareció. ¿Y quién era este hombre?

La respuesta a esta pregunta se bifurca en el ideal de un hombre que no se ha aparecido jamás después de estos actos femeninos de valentía. O quizá sí, pero ese tipo de mujeres viven en el ostracismo al que las relegamos cuando cuentan con esa suerte.

Honestamente, los que se ganan la lotería nunca tienen amigos.

 

Maclovia me lo contó, muchas veces: el cómo sabía llamar la atención. Del mismo modo que era coqueta con los doctores a sus ochenta años, así coqueteó toda su vida con quien se pusiera en su camino.

Sonrisa en los ojos, silbando bajito, el ritmo en todo lo que hacía. Ella invitaba, sin un ápice de desesperación. Los escorpiones saben jugar. No ceden. Los escorpiones ganan.

 

No quiero ni imaginar el escándalo que causó una adolescente que se parecía a María Félix, contonéandose en un pueblo minero con su pelo largo hasta las rodillas, y encima, silbando y cantando a su paso un domingo en la plaza del pueblo. Pero ella quería llamar la atención. No sabía de quién, pero definitivamente era alguien diferente a Juan. Excepto, que, para toda mujer siempre hay un Juan. Alguien que se interpone en tus planes, te baja los humos, te quita lo cabrona y la sonrisa en la cara. Para siempre. SIEMPRE.

Y en ese México, especialmente en 1936, era suficiente ser un hombre llamado Juan para llegar a cambiar la historia de otros, especialmente de una mujer que no se lo había pedido.

 

Crímenes o sueños, aún ahora, todo es posible para un hombre de nombre Juan.

 

Juan trabajaba sólo lo suficiente en la mina. Su familia lo sabía. Juan no era el cuchillo más filoso del cajón, y tampoco era un tenedor. Era bueno picando piedra y le gustaba tomar. Pero estaba en la edad. ¿A quién no le gusta tomar?

Maclovia sabía que Juan la quería y aprovechaba para despreciarlo en público cada que podía. Al principio, fue un patiño en su show. Cuando empezó a tomar un papel recurrente, Maclovia se preocupó.

Juan se acostó con mujeres pretendiendo que eran ella. Maclovia sentía que su encanto estaba llegando al target erróneo. Juan tomó demasiado pulque y vermut en pollas. Maclovia aprendió el concepto de recato como precaución. Juan picó piedra en las minas sufriendo la cruda y llegó a llorando a su casa sin saber si era tristeza o era despecho. Todo esto tenido diecisiete años. Lloró y lloró el despecho virtual de Maclovia, ya que jamás se atrevió a decirle en persona cuanto la quería tener a su lado. Maclovia sintió el peligro en los huesos, como cuando uno siente la lluvia llegar.

 

Y por supuesto ella lo sabía. Lo había escuchado de sus primas y hermanos. Sabía de Juan. Juan, el que era pobre, indio, prieto, ladino.

Juan tomó aún más. Se volvió violento, errático. Llegaba a su casa gritando el nombre de Maclovia. Sus padres, mis bisabuelos, no supieron qué hacer hasta que supieron exactamente qué hacer.

 

Así que un día de 1936, mis cuatro bisabuelos se sentaron a hablar del tema en la casa de Maclovia.

Juan había decidido morirse y se iba a matar en el barranco de no casarse con Maclovia. La única solución era casarlos, sino Juan se moriría y los padres de Maclovia podían ir a la cárcel bajo el cargo matarlo deliberadamente de tristeza al no otorgarles a su hija, quién en su cuarto, rezaba con sus hermanas por jamás tener que ver la cara de Juan y su aliento a borracho. Así eran las cosas entonces y así tan fácil se arregló el asunto.

 

Juan y Maclovia se iban a casar, y ninguno de los dos estuvo presente cuando se tomó esta decisión.

 

 

Unas semanas después, el padrino de mi abuela se encargó de que toda la iglesia estuviera cubierta de nardos. Todos los nardos que se pudieran conseguir en Angangueo y en el resto de los pueblos cercanos. Él sabía en el fondo que todo este lío estaba mal, que Juan era una sentencia para Maclovia, que a ella le correspondía un futuro mejor, lleno de canciones y fotografías y monedas de plata y hombres españoles y viajes a la ciudad.

Su padrino, cuyo nombre jamás quedó registrado en ningún documento, creía en el potencial de Maclovia. Y como no pudo liberarla de su sentencia, lo único que pudo hacer fue hacerle el juicio donde se le sentenciaría inolvidable.

 

Y así fue cómo Maclovia, a sus diecisiete años, fue obligada a casarse con un hombre que despreciaba profundamente. Después de muchas décadas, lo que recuerda de este momento en principio traumático, es el olor de los nardos conduciéndola al altar.

 

La mente edita lo que al corazón le duele recordar.

 

Juan Álvarez, el futuro progenitor de sus nueve hijos. Ese indio ladino. Ese minero sucio, borracho, macho e ignorante. El nuevo dueño de su voluntad, pero no de la casa donde irían a vivir.

No, esa era la casa de sus padres, una propiedad con múltiples cuartos con diferentes inquilinos. Ellos solo iban a habitar uno de los cuartos en toda la propiedad. Su casa sería su cuarto. Y su cuarto sería este. 4x4 metros. Quizá menos.

Los días después de su boda, Maclovia empezaría su nueva vida manteniendo inmaculado su nuevo territorio. Del mismo modo que los reclusos novatos limpian sus celdas. Y no por Juan, Dios, claro que no por él.

Que este cuarto chiquito quedara como el único testamento de su dignidad y paso por esta vida, eso era lo único que importaba.

 

 

 

 

La premisa era que ella quedara embarazada inmediatamente. Excepto que por tres años esto no sucedió, a pesar de los violentos esfuerzos de Juan al copular. Copular es un término generoso para la manera de poseerla con una sábana de por medio, con un hoyo donde la penetraba sin clemencia. Había veces que la asfixiaba con sus manos gordas hasta ponerse pálida y perderle conocimiento.

 

 

-         Esto es normal, creyó mientras su cuerpo resistía el peso, las embestidas y la rabia de Juan. Rabia por no embarazarla, por no ser un español rubio, por ser quien era, un indio ladino que no lograba hacerla silbar bajito en las tardes.

 

Esta rabia fue canalizada por años en forma de golpes, infidelidades y, muchas décadas después; en una tristeza intrínseca en los dos, casi poética, que causó la lástima de todos los que los conocían.

 

 

 

2.

Alguna vez en la secundaria, recuerdo que me explicaron las leyes de la física aplicadas a los conceptos del trabajo y el esfuerzo. La maestra, una afable señora con trajes cortos y peinado exuberante, se levantó de su escritorio y empujó la pared con su pequeño cuerpo y su pequeña falda y sus pequeños zapatos de tacones. Le preguntó a la clase:

 

- ¿Qué estoy haciendo?

 

Todos contestamos la frase escrita en el pizarrón: Trabajo.

 

Ella se volteó y nos dijo:

 

- Si no hay resultado sobre la fuerza aplicada, es sólo esfuerzo. Sin resultados, no hay trabajo.

 

 

 

3.

Juan se esforzó toda su vida con Maclovia, de manera errónea y esto es comprobable, sin resultados. Si hay algo cierto, es que jamás logró algún resultado del trabajo en el que puso su esfuerzo.

Maclovia jamás le cedió eso que permanecería exclusivo para sí misma. Muchos ahora lo llaman amor propio. Maclovia no le puso nombre, pero lo cuidó como a su vida misma. Lo cubrió en capas de indiferencia y lo mantuvo dentro de sí, como un tesoro, hasta el día en que murió.

 

 

4.

En esa época estaba mal visto no embarazarse inmediatamente, así que Maclovia trató de todo. No porque deseara ser mamá, sino para que la dejaran de chingar.

Tés de trébol rojo, oreganillo, canela y menta. Posiciones incómodas después de que Juan se desahogara en ella. Cumplió los veinte años, y su regalo fue el estigma de tener tres años de casada sin dar a luz.

Un día, alguien la refirió a un huesero. Ese mismo día acordaron verse en un establo.

El huesero, sin preguntarle más detalles, le amarró dos cuerdas a los pies y le pidió que se aflojara. Dos mujeres la ayudaron cuando el huesero la levantó de los pies hasta quedar colgada de los pies desde una viga. Con manteca de cerdo, el huesero comenzó a sobarle la cintura. Recorrió los huecos en el cuerpo de Maclovia que conducían a su cadera. Maclovia jamás había experimentado el tacto de alguien, blando y cuidadoso, recorriendo su cuerpo. Estar a merced de alguien extraño, colgada boca arriba. Los dedos presionaban poco a poco su vientre, primero suavemente y luego con jalones violentos. La grasa lubricando los caminos de su cuerpo. Y su cuerpo, su presencia en este mundo, validado por el tacto de un extraño. Se sintió viva como vivo es un puerco o un nopal o un río. No sintió vergüenza. Era algo más grande que el pueblo donde vivía y el cielo que la cubría en las noches. Se sintió árbol, animal, luna y cauce del río. Se sintió viva, se sintió real y soltó un respiro fuerte. Antes de desmayarse, percibió un olor a nardos en el establo.

 

Maclovia se embarazó en menos de un mes y su vida cambió desde entonces. Volvió a silbar y a cantar todos los días mientras hacía su quehacer. La presencia de Juan no la molestaba. Por lo menos, no tanto. Desarrolló planes. Ideas. Se descubrió vulnerable y femenina. No había forma de ponerlo en palabras así que cedió a las del lenguaje popular. Se estaba convirtiendo en madre.

 

 

Un día, en medio del campo en el que trabajaba jalando alfalfa, sintió un tirón. Supo qué iba a tener al bebé, así que buscó una cuerda y un árbol cercano. Amarró sus muñecas a una de las ramas más fuertes del árbol y se quitó las enaguas. Hizo lo que su cuerpo le pidió por horas hasta que cedió. Vio al sol meterse en el horizonte mientras hacía lo suyo. No había nadie cerca, pero el sol se estaba poniendo, tiñéndolo todo de una luz naranja. Sujetó la cabeza de su bebé, saliendo de sus entrañas y lo jaló con fuerza. Era una niña. Su nombre era Eva, pero todos le dirían Evita. Y Maclovia. Maclovia la haría muy feliz.

 

Volvió de noche con Evita envuelta en un rebozo y caminando con las piernas abiertas. Las hermanas y la madre de Juan las pusieron en cama y las limpiaron. Juan lloró al verlas, pero no se les acercó. La escena era tan poderosa, tan ajena, tan brutal, que no supo qué hacer más que irse a la cantina y tomar hasta borrar el sentimiento de inutilidad que sufrimos los humanos ante la grandiosidad a veces.

 

Maclovia sintió su corazón partirse en dos. Una parte, siempre de ella, una parte siempre para Evita. 

 

Evita era una bebé fácil, decían. Lloraba poco, reía mucho y era siempre fácil de cuidar.

 

Durante la cuarentena, Juan empezaría un ritual que seguiría religiosamente con sus siguientes ocho hijos. Cuarentena significaba fajar a Maclovia con un trapo todas las mañanas después de bañarla. Esos días comenzaban bañándola con cuidado con un trapo en su cama.  Envolviéndola en tela blanca suave, mirando sus pechos desbordando vida y siendo el único testigo de su vientre blanquísimo.  La alimentaría de leche bronca y carne asada, quelites y tortillas tostadas. Y ella se despertaría un día después de la cuarentena, fuerte, guapa, lista para amar y preservar a una familia.

Así fue por un tiempo. Vacas gordas, dicen. Días felices. Días en los que uno olvida que hay desgracias acechando en la esquina de la calle, esperando a blandir el cuchillo en el estómago de la primera persona que se asome.

Maclovia bajó la guardia.  Evita cumplió siete meses. Maclovia tuvo un presentimiento. Algo le avisó. Ve al cuarto de al lado. El mismo sentimiento que te hace mirar hacia atrás y convertirte en una estatua de sal. Ella no se convirtió en sal, pero si se quedó como una estatua inmóvil cargando a una Evita dormida y pesada como mármol, ante la escena que habría de encontrar en el cuarto contiguo.

La vecina a la que le rentaban el cuarto de al lado, siempre había sido amable. Era un tanto mayor, todos decían que había dejado a su marido. Le rentaron el cuarto por caridad. Su pelo nunca estaba en un chongo o en trenzas. Era corto y se rizaba hasta cubrir apenas los hombros. Cuando sonreía, las arrugas en su cara sonreían con ella. Primero en la boca y luego en los ojos. Le gustaban los geranios rojos. A Maclovia le gustaban los geranios rojos. No era un tema de conversación, pero sabían que era tierra en común.

Ella era callada, nunca salía de su cuarto. Si le hubieran pedido a Maclovia recordar su voz días antes, no hubiera podido hacerlo.

 

Excepto esa única vez en la que se asomó a su cuarto y la escuchó gemir. Encontró a Juan encima de ella, sin sábana de por medio. Besándola en la boca mientras ella emitía un sonido parecido al de Maclovia al momento de parir.

 

Esta imagen, la última que Maclovia recuerda antes de perder el conocimiento, se quedaría grabada en ella como quien graba su nombre en un árbol en un día de campo. Te puedes ir, lejos, puedes cambiar de vida, puedes incluso creer que eres otra persona. La firma en el árbol, el testimonio de tu estupidez adolescente, seguirá ahí hasta el fin de los tiempos.

 

 

 

5.

La humillación se siente como fuego en la sangre. O veneno. Algo ácido que te nubla la razón y el corazón. La humillación te hace olvidar de donde venías y a dónde ibas. Te enciende las mejillas. Te acelera el corazón. Te inunda el estómago. Te pega en el vientre y te quita el aire. La humillación te quita, en segundos, la noción que te habías formado de ti. Del mundo. De tu fe. De tu futuro. Ese día Maclovia aprendió que la humillación, mata.

 

Evita lloró. Quería comer. Sin pensarlo, Maclovia se quitó la ropa del pecho y le dio su leche mientras calculaba su próxima jugada. En ese tiempo decían que el coraje agriaba la leche. Hacía la leche mortal. Los bebés morían tomando leche de mamás enojadas. En la cultura popular, esto era algo común, pero pocas veces era compartido.

 

 

Hasta que pasaba.

 

 

Hasta que pasó.

 

 

Evita amaneció muerta la mañana siguiente junto a una Maclovia, quien jamás, digan lo que digan los testigos de su historia, volvió a ser la misma.

 

 

Enterraron a Evita en una caja de madera pequeñita en su jardín debajo de unos geranios rojos. Su cuerpo pequeño, gris y frío, no guardaba ninguna evidencia de las risas que alguna vez había contenido.

 

 

Maclovia buscó en su memoria el sonido de su risa, pero no encontró más que la sensación de su cuerpo frío yaciendo inerte junto a ella.

 

 

Juan se volvió fuego. Maclovia se volvió piedra.

 

Pronto procrearon otro bebé debajo de la misma sábana conyugal. Eran tiempos extraños donde el placer era reemplazado por rabia y dolor. Maclovia agradeció que esta vez fuera rápido. Lo que había sido esperado con inocencia antes, ahora era calculado con estrategia. Lo que antes era ilusión, ahora era precaución.

 

¿No es esto siempre cierto con todos nuestros planes, la segunda vez que tratamos?

 

 

Maclovia siguió trabajando en el campo hasta el día en el que sintió el tirón otra vez. Una vez más, tomó la cuerda y buscó el mismo árbol en medio del campo. Repitió el procedimiento hasta sentir la cabeza saliendo de entre sus piernas y jaló otra vez. Otra niña. Otra Eva. La sostuvo en sus brazos un rato y lloró y lloró hasta que anocheció y volvió al pueblo con una bebé en brazos.

 

 

- ¿Cómo le vas a poner?

- Eva.

- ¿Evita?

- No. Ella es Eva. Solo Eva.

 

 

 

5.

Una noche Maclovia se despertó en el cuarto de Angangueo sola con Eva. Juan no estaba, como siempre estaría borracho en algún lado con los de la mina. Miró el piso, recién pintado por ella de color amarillo mostaza.

El fuego del quinqué aún encendido hacía ver el piso cómo oro y se sintió feliz y tranquila; sabiendo que las monedas que había logrado ahorrar yacían debajo de ese piso que había insistido en poner y pintar ella sola.

 

Un día de estos, pensaba, un día de estos voy a quitar la tapa en el piso, y me voy a ir de aquí con Eva.

 

Miró fijamente el pedazo de piso donde había puesto la tapa de madera, escondida debajo de costales de maíz. Esto es esperanza. Ese pequeño pedazo de suelo, con monedas de plata, era lo único que le mantenía viva.

 

 

Nunca supo si fue su vista fija en ese pedazo o si realmente sucedió.

 

 

Pero sucedió.

 

 

Ignis fatuus, le dicen. Fuego de tontos. Una llama espontánea que se crea donde no debería haber fuego.

 

 

 

Maclovia la vio, una llama azul creciendo en su piso recién pintado de amarillo mostaza, amenazando su escondite, su casa, su vida y la de Eva.

 

 

Tan extraño como era, no sintió miedo. Se quedó viendo la llama estable y azul sin parpadear. Había algo fascinante en ese fuego. La electricidad de eso que llamamos posibilidad, le inundó el cuerpo. Que algo cambie. Que algo se rompa. Que algo pase por fin.

 

Ignus fatuus es el nombre científico a la mezcla de ácido fosfórico y vapores con alto contenido de oxígeno. La combinación de las monedas enterradas, la tierra de un pueblo minero cargada de metano y el oxígeno crearon lo que generaciones creyeron por muchos años que eran fantasmas marcando el lugar de un tesoro enterrado.

 

 

Maclovia, sin saber esto, se acercó a la llama azul que salía del suelo y preguntó:

 

 

- ¿Evita?

 

 

 

 

 

6.

Un ruido afuera de su casa rompió el silencio y la llama azul desapareció. Ese ruido era una sinfonía de violines, guitarrones y trompetas. La voz inequívoca de Juan gritó:

 

- Solo, sin tu cariño voy caminando voy caminando y no sé qué hacer.

 

El cuerpo de Maclovia se encogió con un sentimiento que no supo cómo identificar. No era miedo, no era enojo, ni tristeza. Era algo más fuerte, más poderoso que cualquier cosa. Era más grande al amor a Eva, a Evita, a sus padres y a Dios. Era un sentimiento pesado recorriéndole las venas, cada parte de su cuerpo queriendo separarse en mil pedazos, queriendo gritar un grito fuerte, queriendo romperlo todo, borrar su historia, volver en el tiempo para...

 

- Ni el cielo me contesta cuando pregunto por ti mujer...

 

 

Juan seguía gritando con el dolor en la voz de un animal mortalmente herido

 

 

- Deja que yo te busque y se te encuentro y si te encuentro, vuelve otra vez. Olvida lo pasado, ya no te acuerdes de aquel ayer. Olvida lo pasado, ya no te acuerdes...

 

 

 

Maclovia lloró fuerte por primera vez desde que Evita murió. Lloraba porque sentía algo en ella romperse. O morirse. O ceder. Lo que estuviera pasando, le dolía quebrar algo tan fuerte como una promesa muy seria.

 

 

- Mientras yo estoy dormido sueño que vamos los dos muy juntos a un cielo azul. Pero cuando despierto mi cielo es rojo me faltas tú.

 

 

Juan. Su último dejo de dignidad y de la paga de esa semana se había ido en el mariachi que lo acompañaba. En su borrachera, alcanzó a ver la mirada de los músicos. No era tristeza. Era lástima y un tanto de decepción. La misma mirada que provocaba últimamente a donde fuera que iba. Nada de lo que hacía estaba bien. Tal vez era cierto aquello que decían. No era más que un indio ladino y pobre. Pero entonces ¿porque tenía a Maclovia? Y ahora, una hija. ¿Si no valía más que una piedra de cal, cómo es que las tenía a ellas dos? ¿Y si era cierto? ¿Y si era un indio ladino y pobre? ¿Cuánto tiempo iba a pasar para que lo dejaran?

 

 

- Y aunque yo sea culpable de aquella triste de aquella triste separación. Vuelve por Dios tus ojos, vuelve a quererme, vuelve mi amor.

 

 

Maclovia se quedó sentada en medio del piso recién pintado de amarillo mostaza, brillando como oro, secándose los ojos y lo que le restaba de corazón. Cuando acabo la canción, abrió la puerta y le hizo una seña para que entrara. Los mariachis, que habían sido contratados para cantar por lo menos siete canciones más, se fueron murmurando algo y desaparecieron en la noche por el camino de tierra.

 

Maclovia le quitó la ropa a su esposo, le dio de tomar un vaso de agua y lo acostó con cuidado junto a Eva. Al final se acostó ella, junto a su familia, cubriéndolos con la única cobija que tenían, mientras escuchaba a Juan llorar muy quedito. 

 

 

No supo cuándo se durmió, pero siempre recordaría escuchar su llanto y la luz del quinqué alumbrando el piso de oro esa noche.

 

 

 

 

6. 

Los ojos de Maclovia están cubiertos de arrugas desde que recuerdo. Tenía 54 años cuando yo nací. Siempre huele al agua estancada de las flores cuando se mueren. Nos lleva al mercado y su olor se funde con el de la verdura de los puestos. Es ese olor con el que la asocio, algo que lleva tiempo muriéndose. Se lo digo a mi mamá y a mis tías. Me dicen que no le falte el respeto.

 

Pero no son las arrugas ni el olor a agua estancada lo que me impresionan. Es algo en sus ojos que no sé cómo definir. Cuando me ve fijamente, y esto sucede poco, en sus ojos se ve algo como el agua que está estancada. Cataratas, luego dirían los doctores.

 

 

 

 

7.

En nuestro último viaje juntas, fuimos a las cascadas de Tolantongo, unos meses antes de que muriera. La vemos subir y bajar los escalones, el entusiasmo en sus pasos que da apoyada en su bastón. Yo veo el agua en sus ojos que se mueve y brilla.

 

Siento algo moverse en mí también, pero tampoco sé cómo ponerlo en palabras.

 

La vemos feliz subir por el camino de piedra, bañarse en las cascadas, disfrutar diciendo nuestros nombres en la cueva que llamamos nuestra. Saborea cada sílaba de mi nombre cuando lo dice y sonríe. Yo sonrío porque sé que existo cuando dice mi nombre.

Cuando éramos niños, Maclovia creía que, si algo nos asustaba, tenía que quitarnos el espanto. Esto consistía en que ella se escondía, nos asaltaba por sorpresa, nos escupía una mezcla de alcohol y hierbas y luego, tomaba nuestra cabeza con fuerza, y gritaba nuestro nombre, seguido de la frase, no te vayas.

La última vez que lo hizo, fue la vez que me perdí en el bosque de Angangueo a los ocho años. Su voz, gritando mi nombre, cortó todos los pinos del bosque. Maclovia me encontró porque gritó mi nombre, y quién sabe que hubiera sido de mi si no lo hubiera hecho.

 

 

En Tolantogo, muchos años después de perderme en el bosque, veo sus ojos llenos de agua y de esperanza y de algo que percibo como una novedad. No conozco a nadie, a absolutamente nadie, que tenga esa curiosidad en los ojos. Maclovia realmente quiere saber cómo estoy. Nadie, absolutamente nadie, querrá saber cómo estoy del mismo modo que ella quiere saberlo con sus ojos llenos de agua e interrogación. Y pienso en qué responderle. Una interrogante que se va a extender para siempre, como el tiempo se extiende en esta tierra.

 

 

 

 

8.

Un día estoy paseando a mi perro como todas las mañanas. Lo dejo correr en el parque y noto un pájaro de pecho amarillo. El mismo pájaro que he visto en parques y calles en México y Sao Paulo y Praga y Singapur y Vietnam por cinco años desde que Maclovia murió. A veces incluso son dos de ellos.

 

 

Excepto que esa primera vez, poco después de que muriera, supe.

 

Mi mamá dice que es una calandria. Hacen un sonido parecido a una canción, como silbando bajito. Llamo a mi perro para regresar a casa. Al ponerle la correa me mira y sus ojos tienen agua, revolviéndose y yéndose en un río grande, con la fuerza y la emoción de quien acaba de descubrir algo importante. Y yo, que no entiendo nada, me echo a llorar en el parque con mi perro en mis brazos, pensando en todo lo que no llegué a entender de Maclovia.